José-Domingo Vales Vía resucita ao maior saqueador de obras de arte do século XX na novela “Enric el rojo: El ladrón que llegó del norte”, que presentou estes días na libraría Biblos de Betanzos. Ficción e realidade danse a man nesta novela na que o autor reconstrúe o período de tempo entre que René Alphonse van den Berghe, máis coñecido como Erik el Belga, roubou as táboas flamencas do retablo maior da igrexa de Santa María de Betanzos e a súa detención. No acto José-Domingo Vales estivo acompañado de Mª Teresa Amado Rodríguez, profesora titular de la Universidade de Santiago de Compostela.
De seguido reproducimos o texto da intervención do autor.
Gracias, María Teresa, pero no escuetamente gracias, como correspondería al laconismo de mi estilo militar. No. Amplias e infinitas gracias. Gracias por esas admirables palabras, expresadas con excesivo halago hacia mi persona, elogiando mi trabajo. Mucho me estimulan, igual que las utilizadas en el Prólogo de la novela, y he de aceptarlas, con grato placer y abrumado, por venir de persona capacitada para comprender e interpretar el dolor y consternación que el pueblo betanceiro sufrió aquel día de feria, 1º de octubre de 1981, tras el demoledor expolio de la iglesia de Santa María, a partir del cual yo, como desagravio, he dado suelta a mis pensamientos y he querido ofrecerlos a vuestra consideración en esta documentada novela.Gracias también por haber aceptado por segunda vez, la presentación de un nuevo libro. Sentía un extraño egoísmo personal por la necesidad de comprobar si, efectivamente, segundas partes nunca fueron buenas o si esta novela superaba en estilo y calidad la anterior que habías presentado. Nadie mejor que tú para suscribirlo.
Rotundamente, gracias por tu calidad humana, por tu entregada y desinteresada actitud hacia todo lo betanceiro, una virtud que me hace recordar con nostalgia aquel espíritu ardiente y combativo de mi padre, demostrado en todo cuanto oliera a su Betanzos, en el aspecto histórico y artístico o monumental; es decir, en cualquier faceta cultural o intelectual, viniese de dónde viniese. En definitiva, me has ofrecido más de lo que merezco y me has brindado una delicada muestra de tu entrañable afecto.
A vosotros, mis estimadas amigas y amigos todos, gracias también por vuestra presencia. Hoy siento un especial orgullo viéndome tan gratamente acompañado e igualmente complacido por compartir mi novela con todos, gracias a Carmela, amable anfitriona, por su hospitalidad, ofreciéndome la posibilidad de presentar mi novela en este acogedor e ilustrado espacio, pese a sentirme un tanto cohibido ‒debo confesarlo-, sabiéndome observado desde las alturas por la sombra de mi Padre, en su ciudad natal que tantas muestras de cariño, este pueblo tan querido para él, le ha ofrecido.
Y ahora -como decía Umbral-, ya que hemos venido a hablar de mi libro, pues hablemos.
Es, precisamente, en torno a la citada referencia de aquel día de feria, cuando recupero para mi novela la memoria de un funesto recuerdo sufrido por todos los betanceiros. Intenté configurar mi fabulación, compleja, objetiva y rigurosa, con el propósito de llamar la atención ‒espero que no sea demasiado tarde‒ de quienes aún tienen responsabilidades subyacentes.
Aquel primero de octubre de 1981 entraba en mi casa de Madrid, en el preciso momento que sonaba el teléfono. Me lancé sobre él antes que se cortara. Enseguida oí la voz de mi hermano, fría y concisa. «José-Domingo ‒me dijo‒, papá quiere hablarte». Sorprendido me quedé, pero pronto fue la voz de mi padre, entrecortada y angustiada, intentando hablar casi sollozando. «José-Domingo, han robado el retablo de la iglesia de Santa María». Pero, ¿qué dices? ‒pregunté, incrédulo. No contestó. Fue nuevamente la voz de mi hermano, respondiendo. «Anoche han robado las catorce tablas del retablo. Ahora no puedo decirte más, tengo que atender a papá. Ya te llamaré». Y colgó. Un mazazo sentí que caía sobre mí y me desplomé en el sofá con la mirada fija en el vacío. Ante mí todo había desaparecido. Una sombra se tendió sobre mis ojos, me paralizó el pensamiento y también las fuerzas que intentaban asumir la noticia, mientras no dejaba de pensar en mi Padre. Así permanecí no sé cuánto tiempo.
Cuando fui capaz de regresar de aquel vacío transitorio, me pregunté por qué mi padre me llamaba para notificarme el desastre ocurrido. Si era por desahogarse, no lo comprendía, tenía a mi hermano más cerca. La respuesta la encontré, recordando mi pequeña intervención en el estudio que publicó en el Anuario Brigantino de 1951, titulado «El retablo mayor de Santa María del Azogue».
Tendría yo unos doce años y él siempre me obligaba a acompañarle a todas partes. Eran las Navidades de 1949 y, frecuentemente, íbamos a la iglesia de Santa María. Cierto día, me dijo que fuera a casa de mi tío Enrique, carpintero y le pidiera un metro. Él hacía los ataúdes en Betanzos, trabajo heredado de su padre; de ahí que el mío fuera conocido en el pueblo como «o fillo do nicheiro», apelativo que siempre llevó con mucho orgullo. El hermano de mi Padre vivía en la misma casa en la que ambos habían nacido, en la calle Roldán.
Con aquella pequeña herramienta me dirigí a la puerta de la iglesia en donde él me esperaba, acompañado de Pepiño, «el Pochichón» ‒creo que este era su apodo‒ el sacristán de Santa María, y también Pepe «el Lastras». Ambos sostenían una escalera larguísima, cimbreante, con la que accedieron a la iglesia y nosotros tras ellos.
Por indicación de mi padre la colocaron en el lado del Evangelio y, como pudieron, la pegaron al retablo. Me indicó que subiera por la movediza y ondulante escalera. Portando en la mano el metro de carpintero, de color amarillo y plegable, trepé como si de un juego se tratara. «¡Cuidado!», me decía. Cuando alcancé el travesaño que quedaba a la altura de la tercera tabla, exterior, la más alta de las elegidas, me detuvo y me indicó que midiera el alto de la tabla y, luego que hiciera lo mismo, con el ancho. Me reservo mis pensamientos de aquellos peliagudos momentos, a tres o cuatro metros de altura, además de soportar su voz, advirtiéndome que no se me ocurriese poner un pie en ningún sitio que no fuese el travesaño de la finísima escalera. Con bastante dificultad y disimulando el miedo, tomé las medidas, y. a continuación, me dijo que descendiera y tomara las medidas de la segunda tabla y hube de repetir lo mismo en la primera tabla y bajé. Pero ahí no terminó mi odisea. Los dos «Pepes» cambiaron la escalera al lado de la Epístola y repetí la misma operación con las otras tres tablas del lado opuesto.
Aquellos datos, él, los necesitaba para su trabajo y, efectivamente, de forma textual así los mencionaría en el citado Anuario: «Miden, por término medio, setenta y cinco centímetros de altura por cincuenta y dos de ancho». Esa fue mi participación en su investigación y ese recuerdo me hizo comprender la supuesta necesidad que él sentía de hacerme partícipe de su mismo dolor, evocando aquel trabajito en el que, ambos, estuvimos involucrados.
Aquella imagen de la escalera se clavó en mi mente hasta que me despabilé, reaccionando frente a la deplorable noticia. Me sentí en la obligación de estar con mi Padre en aquellos momentos y, efectivamente, antes de veinticuatro horas, estaba entrando en su casa de Betanzos, después de haber pedido el permiso reglamentario para ausentarme de Madrid.
No hace falta que os detalle nuestro encuentro. Todos los presentes sois capaces de imaginarlo y, mientras él me hablaba, yo no daba crédito a lo que me decía, no podía creerlo, pero resultó ser real, solo que parecía inimaginable. Nadie podía prever un desastre así, ni nadie podía concebir una bestialidad como esa por parte de una persona normal. Pero había ocurrido.
Aquella tarde, fuimos a la iglesia, de tantos recuerdos en mi macuto, cuando una antigua amiga se acercó y, angustiada e incapaz de expresarse, me confió el espeso manto de tristeza que se cernió sobre el pueblo, confesándome: «Fue tremendo; todos lo sentimos como si nos hubieran robado en casa y, además de una enorme sensación de impotencia e injusticia, todos tenemos unas enormes ganas de llorar».
No podía ser de otra manera. Todos parecían tener sospechas de un extranjero. ¡Pero si el párroco de la catedral de Roda de Isábena, en Huesca, se pasó dieciséis años durmiendo en el templo por temor a que el desvergonzado e insolente bribón volviera, después de expoliar hasta la última talla en uno de sus golpes más sonados!
El tiempo pasó y mi Padre, que tanto brío y empuje había demostrado en vida, cedió involuntariamente y la luz de sus ojos azules dejaron de brillar, diez meses después.
Algunos años más tarde, con motivo de la presentación de su Obra Completa, aquí en Betanzos, no recuerdo si fue el alcalde Lagares, que presidió el acto, o el exalcalde Vicente de la Fuente, buen amigo ‒uno de los dos‒, pidió a mi hermano el deseo de editar una reseña biográfica de nuestro Padre. Bien por deferencia hacia mí o porque el estado de salud de mi hermano no le ofrecía suficiente confianza para cierto tipo de esfuerzos, me encasquetó la iniciativa, viéndome en la tesitura de acometer dicho encargo.
En todo momento de mi tarea me esmeré en resaltar cada episodio, que eran muchos los vividos por mi Padre y, tanto es así que, lo que podría haber sido aquella pretendida y breve semblanza, se convirtió en su Biografía, de 440 páginas, titulada No regazo da noite estrelecida, editada por el Ayuntamiento de Betanzos, en 2012. Lo penoso llegó cuando abordé en aquella biografía la situación vivida por mi Padre y todos los vecinos de Betanzos; los momentos en los que se conoció el angustioso expolio maniobrado por aquel individuo, «de cuyo nombre no quiero acordarme», arrasando nuestro patrimonio artístico y sembrando temerosa inquietud en la seguridad de los betanceiros.
Y esa fue mi base de partida para esta novela. Apoyándome en el sufrimiento de mi Padre y comprendiendo la psicosis de nuestros paisanos, me comprometí con todos ellos, en silencio, como víctimas afectadas y con la Ley, formulando esta pública denuncia contra el mayor ladrón de obras de arte sacro. Se lo debía a mis paisanos de Betanzos y a mi Padre.
Así, pues, hoy, retorno a mi tierra, retorno a Ítaca como Ulises, aunque sea por poco tiempo, pero vuelvo con la mochila cargada… de plomo, por aquella mala experiencia vivida, para recrearnme en una evidencia que en su momento fue soslayada, siendo una quimera la recuperación de todo lo robado, pese a banas promesas. Mientras el tiempo pasaba, quienes debieran velar por nuestros intereses, no dejaron de mirar a otro lado. Ese es mi gran dolor y de ahí partió mi reto.
Estimo que este devastador sujeto no es digno de una sola línea escrita, pero hay que admitir cierta necesidad de conocer la procedencia y antecedentes del indeseable personaje, para comprender su «modus vivendi», aunque para ello tengamos que emplear algo más que una sola frase. Digamos que a René Alphonse van der Berghe ‒el verdadero nombre de pila, aunque utilizó muchos, aparte de su nombre de guerra‒, su abuelo le transmitió el amor por el arte sacro, románico y gótico y, cuando pudo, se dedicó a afanar, vender y administrar, a su manera, casi todo lo que se encontró en el camino. Por otra parte, su madre lo introdujo en el mundo de la pintura y él se entusiasmó plagiando y engañando a ignorantes magnates y nuevos ricos ‒americanos, la mayoría de las veces‒, a los que vendía falsas obras de arte, copiadas a reconocidos pintores, mientras se familiarizaba y adquiría conocimientos sobre el amplio campo del arte sacro. Y qué decir de su padre, guardabosques, encargado del cementerio local y único policía del pueblo. De él aprendió los secretos del bosque, el manejo de armas de fuego y afición por los libros antiguos, cuyos elementos complementaron su adiestramiento en las artes del contrabando y el robo planificado y rematada esa preparación como mercenario en una de las guerras más sanguinarias y crueles de la historia moderna: la guerra del Congo. Preparado estaba para todo lo que se le pusiera por delante.
Partiendo de este preliminar, debo decir que la novela ha sido escrita desde una rigurosa realidad y al dictado del propio protagonista que, alardeando de sus miserias, dedicó sus últimos años a difundir, en múltiples entrevistas, toda la barbarie de su hipócrita, contradictoria e incoherente forma de vida. Es inexplicable que este individuo, aparentemente instruido, con aires de ficticia mansedumbre y cordialidad, arrastrara una vida abierta a profanaciones, fraudes y robos en iglesias y ermitas de gran parte de Cataluña, La Rioja, Castilla y León y Galicia, saqueando sin piedad el patrimonio de muchos pueblos, de cuyos lugares de culto volaron las muestras del románico y el gótico, justificando cínicamente que todas esas obras de arte no estaban en buenas manos y haciendo creer que los responsables de este patrimonio, no podían o no sabían cuidar de sus propios objetos. Eso es, además de humillante, un descreimiento perverso.
Es, a partir de este expolio que tanto nos afectó a los betanceiros, cuando empezamos a oír hablar de este individuo, pero no por su nombre de pila, sino por su «alias», que más vale no recordar. Y, sin embargo, no deja de ser curiosa su escasa popularidad adquirida a nivel nacional. Investigando en diversos pueblos, distintos a las comunidades antes citadas, pude interrogar si lo conocían o no y, un porcentaje muy elevado, no fue capaz de afirmarlo. Pienso que los expolios, saqueos o robos, según parece, solamente la presa local o provincial se hacía eco de ello, pero raramente aparecía reseñado en la prensa nacional y, cuando insertaban algo, era una pequeña gacetilla en un rincón perdido del periódico. Concretamente, en el ABC no apareció hasta el día 5 de octubre, mientras que La Vanguardia se hizo eco de la noticia, el día 3. En la página 41, se encuentra la noticia: «Betanzos: Robo de obras de arte de incalculable valor».
Cuando una periodista del diario El País, Karmentxu Marín, el 11 de marzo de 2012, le preguntó irónicamente, «¿Es usted un chorizo de lujo?», él, apostando por una actitud presuntuosa, llena de vanidad y descaro, sin reparo alguno, contesta: «Yo no soy un chorizo. Yo soy un ladrón de lujo. He robado por amor al arte y robado cosas de lujo». Esto, tal y cómo lo he leído aparece en el periódico citado y así lo transcribo en la página 451 de la novela.
Llegaba a tanto su endiosamiento y su autosuficiencia que no se retraía, cuando decía haber «salvado miles de obras de arte que se estaban pudriendo y que ahora están bien calentitas», para terminar diciendo: «He dado a conocer el patrimonio español en toda Europa. Hablo en serio. He sido el salvador de obras de arte que estaban medio podridas y abandonadas. ¿De qué me van a acusar?» Y esto se lo confiesa a la reportera Montse Díaz que, el 18 de junio de 2012, lo publicaría en La Actualidad.
Estas enjundiosas manifestaciones son una pequeña muestra de todo lo recopilado en los medios de comunicación que, desde su improcedente e injustificada salida de la cárcel de Barcelona, en 1985, la prensa dedicaba parte de su tiempo a difundir las numerosas entrevistas que concedía este personaje de cine de terror, tejidas sobre su vida y milagros entre 1967 y 1982, en España.
Gracias a estas desenfrenadas confesiones, he podido componer un formato argumental para mi novela, destacando el contenido de aquellas entrevistas reproducidas en la prensa nacional y en otros reportajes televisivos, con las conversaciones derivadas de dichas publicaciones.
Por tanto, es obvio advertir que todo cuanto se relaciona en mi novela con los hechos reales de este expoliador belga, ya ha sido divulgado públicamente en diferentes medios, durante los últimos años del pasado siglo, por el propio protagonista, sin ninguna cautela y pudor y, quien desee saber más, ahí están las hemerotecas. Las entrevistas con solventes periodistas, han sido cotejadas y garantizo que todo lo investigado para la novela, deriva de informaciones directas a la prensa, cuyas cabeceras inserto al final de la novela.
Por ser, era tan indecorosa y descarada su actitud, como elegante su presencia, sin embargo yo, como narrador de sus peripecias, he llegado a sentir vergüenza ajena cuando llegaba el momento de tener que recuperarlo para cualquier secuencia de la novela y, el caso es que, me veía y me las deseaba, presintiéndolo ante mí, para comenzar mi particular reportaje. En ese momento, se me ponía cara de sentidísimo pésame, amén de revolvérseme el estómago. Pero aquello tenía que continuar y terminar lo empezado; se lo debía a mi pueblo y a mi Padre.
Si bien fueron imperdonables todas cuantas tropelías cometió durante su carrera delictiva, dañinas e insuperables ‒alguna de ellas compresible, ¡ojo! pero nunca aceptables‒, no fueron menos estentóreas y vanidosamente aireadas por él mismo, las estúpidas explicaciones y cínicas justificaciones, en las que pretendía mostrar una moral inspirada en el legendario Robin Hood, aquel que robaba a los ricos para alimentar a los pobres. Fundamentaba su sarcástica teoría, desnudando a un santo para vestir otro. Y así fue cómo llegó a confesarle, en una extensa e interesante entrevista al periodista José María Sadia, publicada en La Opinión, de La Coruña, el 8 de julio de 2012, diciendo que «los muros de los templos y catedrales pertenecen a la Iglesia, pero todo lo que está en el interior ‒obras de arte, esculturas, pinturas, la propia sacristía‒ es del pueblo» y, con ese aire de egocentrismo que mostraba, estaba señalando que, cómo la Iglesia somos todos, lo que es de la Iglesia es de todos y en esa patente de corso se apoyaba, con la misma sonriente naturalidad como exuberante era su vanidad. Pero, es que sus siniestros pensamientos no iban nunca acordes con su maquiavélica y devastadora sonrisa, impertérrita y soez.
Por cierto, algunos de los que han leído la novela, me tachan de exagerado por tanto insulto expresado en todas las páginas, dicen. ¡Qué Dios me perdone! Yo «soy, en el buen sentido de la palabra, bueno», como expresaba don Antonio Machado. Por tanto, nunca he intentado caer en el fango del escarnio; esas frases que yo empleo, son auténticas designaciones calificativas, simplemente, para retratar al personaje, ornamentando la trama del discurso e intentando demostrar una realidad histórica perpetrada por medios incalificables. Yo también tengo derecho a ser cínico alguna vez. Y, para justificar cuanto digo, os emplazo, solamente, en el texto de mi presentación ‒lo titulo Aviso a navegantes‒, ahí comprobaréis cuanto dolor causó a los españoles, en general, a Betanzos, en particular –¡qué os voy a contar!– , y quien ahora os habla, también sufrió lo suyo.
¿Alguien me va a exigir más responsabilidad a mí, frente a un ladrón, por muy de guante blanco que se vista, pero sin dignidad alguna…? Imposible. Porque… Hace falta ser canalla para presumir y decir: «Hice el amor con mi novia sobre la cama de Carlos V, en Yuste», cuando acababa de sustraer un cáliz de oro. ¡Y asombraos…! No tuvo inconveniente en confesarlo al cronista periodístico de El Mundo, Héctor Estepa. Claro que comprendo su osadía desde el momento en que sostiene que «de haber sido un tipo honrado su existencia hubiese sido mucho más aburrida». Así lo cuenta el Diario de Ibiza, del19 de marzo de 2012.
Tal vez me haya extralimitado y asuste al recatado lector tanta vehemencia dirigida a este desvergonzado sujeto, de calenturienta y desequilibrada conciencia, pero es justo y necesario dar a conocer sus nefastas aventuras, intensivamente dañinas por las que tanto hizo sufrir a nuestro país con sus artimañas, mentiras y quebrantos provocados. Es por ello, por lo que he pretendido delatar su falta de escrúpulos y la cínica ostentación de este encantador de serpientes.
Sí miro por el retrovisor, me parece que es tarde, posiblemente, pero todo lo sucedido ha de servirnos de lección y, no por pasado el tiempo, debe quedar en el olvido. Solamente, a título informativo para algunos o de recordatorio, para otros, debiéramos hacer memoria sobre su modus operandi. Visitaba museos e iglesias haciéndose pasar por un turista. Tomaba fotos, se documentaba sobre el valor de las obras y, tiempo después daba el golpe, con ayuda de compinches contratados, nunca los mismos, después de comprobar con mucho detalle, las medidas de seguridad, siempre escasas. Medidas que nunca fueron muy estrictas, ni ofrecían ninguna protección, pues la gente normal respetaba mucho los templos sagrados. Conocidas sus habilidades y destrezas, no era desmesurado intuir que fuera el autor de muchos de los saqueos consumados en gran cantidad de Iglesias y monasterios. Sin embargo, cada vez que un periodista ha llegado a interrogarle sobre alguno de esos robos, enfurecido, sintiéndose injuriado, contestaba: «Yo no he robado nada. He cogido piezas que estaban podridas en un país que no las apreciaban, y las he llevado a un país que las estaban esperando y que las han restaurado». Así le respondió al periodista José Mayáns, y este lo publicó en sus redes sociales, el sábado, 9 de abril de 2016. Parece que tuviéramos que pedirle perdón y darle las gracias a este redentor del arte en España, por hacernos ver que «vosotros no entendéis de arte y yo se lo proporciono a quien sabe, cuida y admira el arte». Con estas características queda retratado este individuo sin escrúpulos ni conciencia.
Es eso lo que debe llamar nuestra atención y de lo que jamás podremos olvidarnos; de los más de seiscientos golpes perpetrados de forma muy sonada en España, en las décadas setenta y ochenta del pasado siglo, pero ‒al propio tiempo» no podemos negar tampoco el bajo interés de nuestras autoridades a los que parecía importarle muy poco el patrimonio. Y así pasó. Con sus malignas artes acometió esa cantidad de asaltos en España, sustrayendo más de seis mil piezas, entre las que podemos destacar, grosso modo, dos mil robadas en más de treinta ciudades españolas, dos mil quinientas tablas románicas y góticas «negociadas», según confesó ante la Justicia, a bajo precio, con el clero de museos diocesanos, catedrales, parroquias o ermitas, así como más de mil crucifijos comprados «legalmente», decía él, a anticuarios gitanos.
Eso, sin tener en cuenta las operaciones mercantilistas en santuarios o ermitas, lejos de la civilización para no ser descubierto y que, según decía, «en España salía más barato comprar las obras de arte al clero que robarlas».
Un caso concreto quiero recordar. El obispo de Calahorra, en La Rioja, Abilio del Campo y de la Bárcena, le vendió ‒es público y notorio‒, por ochenta y dos millones de pesetas casi todos los enseres religiosos del patrimonio de la diócesis, obteniendo diez veces más de beneficio. Este es un pretensioso dato que facilitó al periodista del Faro de Vigo, Jesús Zutano y publicado en marzo de 2012. También podemos leerlo en la página 382, del capítulo quinto de su autobiografía, que tuvo la necedad de titular Por amor al arte, escrita a cuatro manos con su abogada, con quien se casó por séptima vez y mediadora para sacarlo de la cárcel Modelo de Barcelona.
Por cierto, aprovecho para señalar que en esta decisión intervinieron dos miembros del gobierno español, de los cuales no mencionaré sus nombres, por respeto, pero no me voy a callar sus apellidos. Se trata de Guerra González, vicepresidente del gobierno y Zapatero Gómez, en aquella época secretario de estado y, más tarde, rector de la universidad de Alcalá. Demostrado queda que «cuando los políticos nos engañan no sólo nos humillan, sino que nos desarman y nos desmoralizan». No es mía la frase, pero copiar lo bueno es identificarse con el pensamiento de su autor. ¿El resultado? Aquel ladrón de guante blanco, se comprometió a devolver las piezas robadas, a cambio de su inmediata excarcelación. El mismo vicepresidente Guerra, consideraba que lo de aquel salteador de iglesias, forajido de la Justicia y devastador del arte sacro español, no era causa suficiente para mantenerlo durante mucho tiempo encerrado, por lo cual, no llegó a cumplir ni treinta y cinco meses de su condena y aquel retorcido individuo, amable y aborrecible, disciplinado y rebelde, conflictivo y elegante, todo en el mismo saco, dejaría la prisión sin una lágrima de arrepentimiento en sus ojos. Por cierto, la devolución prometida no pasó de la cuarta parte de lo robado, quedando absuelto de sus catorce juicios pendientes por robos contra el patrimonio histórico-artístico, debido a la prescripción de los delitos. Sigue pendiente la restitución y, pese a la prescripción de esos delitos, las piezas siguen siendo nuestras, por muchos años que pasen. Nos queda la esperanza de llegar a recuperar lo robado, porque cada dos por tres aparecen piezas por medio mundo relacionadas con la mano negra que tanto daño proporcionó con aquellos robos.
Y hasta ahí puedo leer sobre el autor de más de seis mil piezas exportadas desde España, de robos en Paredes de Nava, en Palencia, en San Miguel de Aralar, enRoda de Isábena, entre cuyos objetos se llevó la famosa silla de San Ramón, troceándola para poder ocultarla mejor. También en el Monasterio de Siresa, en Huesca, en Santa María de Huerta, en la catedral de Morella, en Murcia o en la capilla del Corpus de la catedral de Tarragona, sin contar las respetadas tablas de nuestro retablo del altar mayor de Santa María do Azougue. Alguien pensará que para no querer hablar de este individuo me estoy excediendo; tal vez tengáis razón, pero debo advertir que mi intención era hablar de aquello que nos hizo, por lo tanto hablo de nosotros, cómo fue lo que nos hizo y porqué… Hablar de él y retratarlo, con una sola palabra nos basta: era un ser abominable. Esa es su historia, pero, ¿quién devolverá ahora todo lo robado por este ladrón que llegó del norte y se lo llevó un infarto?
Y esta es la parte trascendente e histórica que me había comprometido a retratar, pero, intentando que la trama se desenvolviese en un ámbito más edulcorado, procuré proporcionarle algo refrescante, animando el ritmo literario y rompiendo escénicamente la dureza argumental. Y así surgieron dos personajes, un hombre y una mujer –Sofía y Fausto, elementos de ficción– que juegan un papel trascendental en el seguimiento o persecución de este ladrón, en el mejor campo de lo anecdótico. En esas interminables jornadas de intensa convivencia ‒ella, una periodista gallega, y él un excomisario de policía‒, parecen encontrar cierta simbiosis sentimental, arrastrados por unos lazos de sublime afectividad, en los que llegan a sumergirse, como callejón sin salida y cuyo accidental desenlace sorprenderá al lector, dando al traste cualquiera de las conjeturas previsibles.
Casi al principio de esta intervención dije que alguno de los vandálicos actos perpetrados por este belga de tan bajos instintos, podía haberme parecido compresible, en el fondo, pero sin dejar de ser indudablemente inaceptable en su forma de acometer sus presuntos servicios al arte de recuperación y restauración. Podría llegar a entender a este cleptómano, incluso, cuando dice haber «rescatado de varios lugares, piezas que estaban casi ruinosas y ahora están en palacios, mimadas como bebés. Yo realojo ‒ha cacareado‒ las piezas interesantes; no robo, en el sentido literal de la palabra, me limito a dar traslado». Todo esto forma parte de su parafernalia y su desafiante y reiterada presunción, diciendo que «gracias a él, en España, se comenzó a cuidar el arte y sus tesoros, porque hasta que él llegó, no había ninguna inquietud artística y nadie se preocupaba de su conservación». Y yo, no es que alabe su pedantería, pero, ahora mismo, tengo que admitir su, digamos, desfachatez más o menos perdonable.
¡Cuidado! Esto no puede ser interpretado como un signo de debilidad. Fue detenido con toda justicia; su liberación fue otra historia que no merece volver a insistir. Sin embargo, me ha hecho pensar mucho cuando escribía esta novela, y me preguntaba ¿será verdad o estoy soñando? Fue aquí cuando comencé a creer que había caído en el síndrome de Estocolmo, en esa reacción psicológica, tan de moda, en la que me parece que existe una relación de complicidad o vínculo afectivo con el autor de estos robos, crecida según voy avanzando en la escritura, sintetizada en un efecto de comprensión hacia esa persona, coincidiendo con la realidad de unos hechos a los que no hemos prestado ninguna atención. Es decir, ese cuidado y mantenimiento de nuestros objetos de arte sacro y la acción de posibilitar medios para la seguridad de esas obras de arte o de sus monumentos, ciertamente, nunca han estado a la altura precisa. Las víctimas que experimentan este síndrome ‒dicen los científicos‒ muestran regularmente dos tipos de reacción ante estas situaciones. Por una parte, tienen sentimientos comprensivos hacia los malhechores y, por otra parte, muestran su indignación contra las autoridades o los responsables de la defensa de un patrimonio que por su valor histórico o artístico debe ser protegido. En ese contradictorio espejismo me sentía yo en los últimos compases de mi sinfonía literaria.
Espero que esta sensación haya sido, simplemente, un aire que me haya dado y no rompa el buen criterio y curiosidad que haya despertado en vosotros esta novela que navega entre la fantasía, la leyenda y la realidad. Por eso mismo, necesito de vuestra comprensión, benevolencia y entendimiento.
Para terminar, haciendo uso de la valoración estilística de la propia editorial, tengo que admirarme, perdón por la vanidad, pues ‒según sus palabras‒ reconoce en ella unos personajes hábilmente descritos y presentados de manera convincente, en el que cada uno tiene sus propias características, haciéndolos memorables y contribuyendo a la complejidad de la historia. Los diálogos son realistas y favorecen al desarrollo de la trama y de los personajes; en definitiva, capturan la esencia de cada individuo y ayudan a profundizar en sus relaciones y motivaciones. Se puede decir, con toda claridad, que el texto, bien construido, mantiene al lector interesado y comprometido a lo largo de la narrativa, revelando detalles y pistas gradualmente para mantener el suspense y la intriga.
Conste que eso no lo he escrito yo. A mí, sólo me queda por añadir que estamos hablando de un libro testimonial y, aun siendo una novela, no se trata de un libro de aventuras, sino de la crónica explícita de una época lamentable para España, narrada con la sencillez, ternura y elegancia que nos va atrapando conforme se avanza en su lectura.
En resumen, quien desee conocer cómo desempeña sus abominables tareas un ladrón de guante blanco, especializado en las más valiosas obras de arte, tiene en esta novela el más práctico manual de aprendizaje, el más interesante, idóneo y recomendable, aunque yo ‒personalmente‒ no aconsejo su uso, pero sí su lectura.
Muchas gracias por vuestra atención y paciencia.